Mejor perder este tiempo. Crisis del humanismo, superstición y neurociencias
Natalia RoméI. Tres escenas contemporáneas
Primera escena: física cuántica. Hace dos años, el tristemente célebre “físico” Amit Goswami visitaba nuevamente Buenos Aires para impartir sus talleres sobre “física del alma” y “autoconciencia del universo”, en la Fundación Columbia (vinculada al Banco homólogo, con el que comparte presidente). El curso difundido en redes prometía desarrollar contenidos que abarcaban desde la difracción de electrones y la creación de significado por parte de la mente, hasta el papel de los chakras y el “self cuántico”. Tampoco faltaban los ejercicios prácticos para “aumentar la creatividad” y destinados a saber “cuál es el siguiente paso en la evolución”.1
La noticia no pasaría de la anécdota excéntrica, si no resultara una escena que condensa una tendencia generalizada que va pregnando los cimientos del sistema educativo, universitario y científico; la capacitación laboral y empresarial, en definitiva, las dominantes culturales y el lenguaje cotidiano. Mientras la figura del coach reemplaza a las antiguas encarnaciones del saber, desdibujando las viejas fronteras (terapéutico, técnico, teórico, religioso), una nueva mixtura entre especulación metafísica y técnicas de autoayuda crece, ocupando el lugar que la modernidad había asignado a la Filosofía. La filosofía solía ser eso, una exploración meditada de las grandes preguntas humanas sobre el ser, la muerte, el sentido; un puente entre diversos saberes científicos, políticos, estéticos, éticos (cf. Althusser, 2015). Hoy es extirpada de las currículas y reemplazada por una hermana deforme, utilitaria y mística, destinada a la administración de la incertidumbre y el sinsentido.
Segunda escena: ciencia ficción. “El miedo es mi combustible”, titulaba hace poco el diario español El País en una entrevista a Steven Spielberg a propósito de su última película (Ready Player One, 2018), dedicada a ofrecernos una nueva moralina distópica sobre los efectos de alienación virtual, y el uso compulsivo de redes.2 El tráiler ofrece todo lo que hay que saber: “No hay ningún lugar a dónde ir”, se resigna el protagonista, que se presenta como parte de una generación de millones de “desaparecidos”. El réquiem que llora la pérdida de la experiencia real y el contacto interpersonal, funciona doblemente: del escenario opresivo de una Ohio “real” que parece un desarmadero o un basurero a cielo abierto, sólo se escapa “desapareciendo” en una fantasía calculada para el negocio multimillonario y el disciplinamiento mental. El axioma resulta taxativo: no hay a dónde ir, siquiera en sueños.
Tercera escena: administración estadística de la información. Cambridge Analytica no era un experimento “secreto”. Hasta su presentación en Wikipedia describe su expertisse en la implementación de la minería de datos a los procesos electorales.3 Resulta curiosa la perplejidad mundial que causan estas noticias, si la historia misma de la sociología de la opinión echa sus raíces en la fantasía del control de la decisión de voto, desde la célebre The People’s Choice de Paul Lazarsfeld, hace casi un siglo. ¿Cuál es, verdaderamente, la “novedad”? ¿La existencia de la recopilación de información personal con fines de propaganda política o la propaganda (política) de la existencia de esas técnicas? Si dejamos de lado por un instante la fascinación tecnofílica/tecnofóbica, lo que queda es una máxima tan potente como peligrosa: las masas son tan manipulables que, no ya la democracia, sino su tímida figuración en un sistema representativo, es una ilusión para ingenuos o inadvertidos. Efectivamente, en el mundo del Big Data, tampoco hay a dónde ir.
Sobre las películas de Spielberg, el affair de Cambridge Analytica y o la proliferación de la neo-espiritualidad pueden decirse y se han dicho muchas cosas, pero lo que interesa señalar aquí es el modo en que estas escenas aparentemente disímiles participan de una modulación de nuestra vida en común, cifrando nuestra experiencia del tiempo. Los diversos motivos y el tono post-apocalíptico que proliferan en la industria cultural; la proyección fantasmática de un saber absoluto, todo-poderoso y cuasi-trascendente como el Big Data y la serie de doctrinas prácticas de la resignación y la administración de las pasiones (fundamentalmente de los miedos), son elementos que dan cuenta de una cierta tendencia que domina las formaciones ideológicas y discursivas de nuestra coyuntura. No sólo unos “contenidos culturales” que versan sobre el tiempo, la duración o los acontecimientos, sino dispositivos materiales en los que se cifra una forma de organización de la experiencia del tiempo dominante, es decir, de régimen de temporalidad mismo en el que la coyuntura encuentra su delimitación, su ritmado, sus momentos pero también sus espesores temporales, la riqueza de sus memorias y sus porvenires. En los términos de un análisis de crítica ideológica podemos decir que, si hay un rasgo especialmente significativo de esto que con gran vaguedad llamamos “neoliberalismo”, es justamente su régimen de temporalidad, es decir, la modulación de la complejidad del tiempo histórico en una serie de vivencias del presente.
Y la primera tarea –y esfuerzo permanente– de una interrogación crítica de nuestro presente es, precisamente, la de no suscribir la naturalidad melancólica y post-apocalíptica con la que se nos manifiesta nuestro presente, no rendirse a las evidencias de la emergencia des-esperada o a la espera retirada y contemplativa. El concepto de ideología nos advierte que la forma de nuestro tiempo constituye ella misma un problema y que su interrogación requiere de una conceptualización teórica. No hay posibilidad de un pensamiento justo de la coyuntura sin una interrogación teórica de su concepto, contra la ideología del tiempo histórico. Esa tarea se vuelve hoy más necesaria y dificultosa, porque no alcanza con la clásica operación “desnaturalización” o desmitificación que se contentaba con señalar la condición artificiosa, la artefactualidad histórica de todo aquello que se presenta como natural.
Cuando convocamos el concepto de ideología, procuramos entonces ir más allá de la descripción crítica de un orden cultural, para volver pensable la relación sobredeterminada entre un complejo de determinantes históricas, un cuerpo contradictorio y desigualmente articulado de formaciones discursivas y algunas disposiciones afectivas que muestran tendencias dominantes en determinado momento. En este sentido, ideología es el nombre de un trabajo material de simplificación y empobrecimiento de la experiencia del tiempo, el devenir contemporáneo de una multiplicidad de historicidades, ritmos y genealogías que coexisten en la historia colectiva y subjetiva. Esa contemporaneidad y homogeneidad del tiempo –a cuya crítica se dedicaron tanto Marx como Freud– constituye la clave de la experiencia ideológica humanista y adquiere en los diversos momentos de la historia del humanismo, modulaciones específicas. Si hasta entrado el siglo XX la modulación temporal dominante de la vida social y subjetiva suscribía la metáfora progresista y teleológica del tren, en esta coyuntura que podemos reconocer como “neoliberal” esa alegoría se ha deshilachado, provocando unas consecuencias que no logramos dimensionar todavía en su magnitud.
Las particularidades que hoy registramos con respecto a las específicas interpretaciones sociales del presente, el debilitamiento de las marcas que criban la historia a partir del conflicto de las memorias de los pueblos o sus capacidades para elaborar las imaginaciones del futuro común, dan cuenta de una singular torsión en la experiencia misma del tiempo, que el famoso ideologema de Fukuyama sobre el fin de la Historia sintomatiza elocuentemente. Se trata de una torsión, podríamos decir, en el régimen de temporalidad que dio consistencia a la experiencia Moderna y sostén a su Sujeto. En el marco de esta inflexión a la que asistimos, no cabe sino esperar fuertes consecuencias en los órdenes varios de la vida subjetiva y la experiencia histórica, que darán forma a las contradicciones de los años venideros y que permiten inteligir algunas de las tendencias sacrificiales, autoritarias y antidemocráticas que se dejan leer en la escena actual como huellas de una vacilación de nuestras coordenadas civilizatorias.
II. Temporalidad presentista, superstición y odio de sí
En Melancolía de izquierda (2018), Enzo Traverso convoca a E. Bloch para marcar las diferencias entre la historicidad que aquél concebía y el actual proceso de transformación de la experiencia colectiva del tiempo histórico, caracterizado por un debilitamiento del arco dialéctico que tensionaba la experiencia contemporánea del presente entre las revoluciones derrotadas y las por-venir.
Ernst Bloch distinguía entre los sucesos quiméricos y prometeicos que asediaban la imaginación de una sociedad históricamente incapaz de realizarlos (…) y las esperanzas anticipatorias que inspiraban una transformación revolucionaria del presente (…) hoy podríamos observar el desvanecimiento de los primeros y la metamorfosis de las segundas. Por un lado, a través de variadas formas de ciencia ficción a los estudios ecológicos, las distopías de una pesadilla futura hecha de catástrofes ambientales reemplazaron el sueño de una humanidad liberada (…) y confinaron la imaginación social en los estrechos límites del presente. Por otro, las utopías concretas de la emancipación colectiva se convirtieron en pulsiones individualizadas de consumo inagotable de mercancías (2018:33).
No se trata aquí de discutir la vigencia política de la idea de revolución, como de pensar las modulaciones de una temporalidad histórica cerrada al acontecimiento. El “presentismo” entendido como ese régimen de temporalidad, es caracterizado por Traverso como una experiencia cíclica y expansiva, que amenaza a disolver la densidad del presente, tejida de pasados y futuros. El presente como un tiempo empobrecido, raquitizado en su densidad metafórica, provoca una suerte de “callejón sin salida histórico”. Resultado de una dialéctica suspendida y reemplazada por la demolición inmediata que realiza el Capital contra todo lo que se resiste a su consolidación ampliada: “La esperanza blochiana del devenir humano –el ‘aún no’ (noch nich)– se abandona en beneficio de un eterno presente”–dice (2018:36).
La historia moderna –que es también la de la ciencia y la del proceso contradictorio de subjetivación popular en el espacio público– es la historia de una competencia entre saberes y pensamientos, por liderar la guerra de las interpretaciones contra la superstición. Entendiendo superstición en un sentido muy preciso que podemos recuperar siguiendo lo que sostiene Diego Tatián en un hermoso libro titulado Spinoza. Filosofía terrena:
La superstición no es simplemente una religión falsa o una creencia equivocada de las cosas, sino un dispositivo político, una máquina de dominación que separa a los hombres de lo que pueden, que inhibe su potencia política y captura su imaginación en la tristeza y la melancolía -que es la pasión antipolítica extrema; una pasión totalitaria que afecta a la totalidad del cuerpo. Es posible que lo que hoy llamamos “apatía” para referirnos a cierto retiro de lo público y a cierta pasividad civil sería pensado por Spinoza como una melancolía social (2014: 17).
La melancolía, asociada a procesos discursivos y afectivos de cancelación del horizonte colectivo e inteligencia histórica en favor de una mítica “edad de oro” o de una “vida agreste”, se encuentra en realidad dominada por el desarraigo del yo y el empobrecimiento de la trama colectiva, porque obtura la disposición al encuentro con otros y a la composición éxtima y transindividual capaz de articular organización y libertad, en un deseo de libertad en común.
El régimen presentista no es, en este sentido, sino el efecto ideológico sofocante del éxito de la homogeneización del mundo capitalista y el desastre humanitario de su propia ideología humanista. Un mundo sin memoria, para un sujeto sin inconsciente. Ese mundo se piensa hoy con la alegoría tecnocrática de las neurociencias.
Según J-A Miller, en 1967, Lacan anticipaba que “Nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación” (Miller, 1985:50). De aquí, éste recupera la idea de que los procesos de segregación contemporáneos constituyen una tendencia inherente al proceso histórico de uniformización cultural que supuso la apuesta contemporánea por la llamada “aldea global” y cuya ambición universalista conlleva una pretensión de maximización de las pretensiones de homogeneización simbólica que producen una inflexión singular en el clásico humanismo moderno.
En este sentido, pueden pensarse los actuales procesos de segregación manifestados en formas singulares de racismo, violencia machista, clasismo, etc., como la exposición del fracaso de las utopías sociales del siglo XIX que soñaban con la universalización, no sólo de un conjunto de normas, sino de un modo de goce. Fracaso que es el del proyecto de captura de todo aquello que se resiste a su asimilación por la lógica del Capital y del que el actual auge de las neurociencias no es sino un síntoma. Asistimos entonces a la experiencia de los límites de esa tendencia universalizadora, en la forma de una paradoja en la que la tendencia formalizadora y equivalencial del discurso de la ciencia transmuta en la promoción de segregaciones renovadas y tal vez, mucho más severas; así como en la paradojal solidaridad entre nuevas utopías tecnocráticas y la restauración de discursos neorreligiosos y tradicionalistas que resultan de un movimiento reactivo propio de la experiencia del sujeto moderno “especialmente perdido en su goce, puesto que lo que podía enmarcarlo de la sabiduría tradicional, fue roído, sustraído” (Miller, 1985: 53).
En este marco es que Miller propone pensar que las manifestaciones de odio al prójimo, sintomatizan un odio al Otro, a partir de eso que podemos localizar con el concepto de goce, como “más allá del Otro” o como Otro del Otro. Este Odio al otro es odio al goce del Otro, como fórmula de los nuevos segregacionismos “se odia especialmente la manera particular en que el Otro goza” (id.). De esta manera, aquellos mandatos que conducen a reconocer en el Otro al prójimo, producen como efecto paradójico la indistinción de dos experiencias del límite: el límite que concita la tolerancia antropológica de las diferencias y el de la aceptación post-metafísica de la inexistencia del metalenguaje. La crisis de las comunidades tradicionales y de las formaciones discursivas consolidadas que encarnaban la función de metalenguaje se traduce en experiencias de desintegración del propio ego por cuenta de otro imaginario o de la ley abstracta. El encuentro con todo aquello del prójimo que se ofrece algún límite frustrante para el esfuerzo de comprensión deviene amenaza de disolución.
El punto en el que los llamados a la tolerancia, las celebraciones del multiculturalismo o las exaltaciones a vivir un “mundo sin fronteras” fracasan no es en el hecho de que uno no pueda reconocerse en el Otro como sujeto de la ciencia, sino reconocerse como “sujeto del goce”. De allí la aparente paradoja de una disposición reactiva: “cuando el Otro se acerca demasiado, se mezcla con ustedes, como dice Lacan, y hay pues nuevos fantasmas que recaen sobre el exceso de goce del Otro” (54). Las imputaciones de goce excedente se encuentran fácilmente en los discursos xenófobos en los que el otro no es un “semejante” (ni otro ciudadano, ni otro “yo”) sino un sujeto que goza en exceso del dinero, o del descanso… “Resulta divertido constatar con qué velocidad se pasó, en el orden de estas imputaciones, de los reproches por el rechazo al trabajo a los que roban el trabajo. De todas maneras, lo constante en este asunto es que el Otro les saca una parte indebida de goce” (54). Si esto se experimenta como intolerancia al goce del Otro, es porque tal como señala la teoría psicoanalítica, el estatuto estructural del objeto es el de haber sido sustraído por el Otro. Es a esto a lo que Lacan llama castración que puede ser pensado, en este sentido, como un “robo de goce”.
Las diversas experiencias de castración en que el prójimo es percibido como un obstáculo a la expansión del goce, incluyendo las propias de un orden de convivencia, o la confrontación genérica con los principios de autoridad, las experiencias frecuentes de los fracasos laborales o económicos, las diversas manifestaciones de la precarización o fragilización de la supervivencia, la inminencia de la muerte, o de la crisis, etc., devienen experiencias insoportables. Esa reminiscencia de la castración se vive imaginariamente de modo reactivo, intolerable, como odio a la castración, en su doble valencia: “optimista” –como goce ilimitado, narcisismo expansivo, hiperconsumista o exitista– y “pesimista” –como frustración, angustia insoportable, formas de medicalización, violencia, etc. En ambos casos, queda de manifiesto que en la medida en que el problema de la castración es el problema del sujeto, en el sentido en que el Otro supone un orden de extimidad, entonces, el odio al Otro es odio a sí mismo.
III. Tecnocracia del futuro y fragilidad democrática
En el sitio de la Fundación INECO, dirigida por el célebre Facundo Manes, se presenta entre, otras cosas, la misión del Instituto de Neurociencias y Derecho (INeDe): “Entender de qué manera los diferentes elementos del cerebro interactúan, originan y condicionan la conducta humana es indispensable para un sistema jurídico cuya misión es, precisamente, regular las conductas de los seres humanos con la misión de asegurar una convivencia social, pacífica y próspera”4.
El cerebro como alegoría de la organización social reinscribe el viejo positivismo en el marco del nuevo paradigma cibernético, que reduce la complejidad del lenguaje y la experiencia humana a procedimientos de codificación informacional. El procesamiento tecno-informacional de la palabra pública y de los vínculos cotidianos ofrece una modalización específica de la temporalidad con capacidad para organizar la percepción de aquello que merece ser reconocido como acontecimiento, es decir, como escansión significativa del tiempo. El artefacto infocomunicacional organiza las prácticas y formaciones discursivas con un régimen específico cuya temporalidad tiende a ser totalitaria. No se trata solamente de que, como suele decirse, las “nuevas tecnologías” reconfiguran las gramáticas de la discursividad política, produciendo una suerte de falso “pluralismo” cuyo efecto sería, como dice Alain Badiou, posponer, bajo el primado de una temporalidad del parloteo y del relativismo de las opiniones, el momento propiamente político de la decisión. La artefactualidad técnica de la opinión pública dominante en nuestra vida cultural, funciona mediante la exacerbación imaginaria de una violencia anterior, podríamos considerarla, aunque sea provisoriamente, como “pre-simbólica” y advertir que ésta produce efectos regresivos y debilitadores del mito moderno del pacto social, al tensar las formas mismas del dispositivo material de la interpelación humanista y el esquema de la “ilusión del yo”, que son consustanciales de la vida social, tal como la conocemos y de sus formas políticas habituales.
El efecto de la artefactualidad informacional no es tanto la negación del conflicto social, como la contracción de la escena imaginaria de socialidad que quería darle cauce. Ésta funcionaba denegando la amenaza del terror pre-político (asociado al poder absoluto y asimétrico, condición fundante del contrato) y su tramitación en un complejo de instituciones disciplinarias y en un juego dialéctico entre las imágenes de propiedad, igualdad y libertad. El debilitamiento actual de la imaginación dialéctica liberal-igualitaria tiende a coincidir así con la expansión de vivencias de extrema indefensión y amenaza de desintegración subjetiva. El artefacto político-informacional de “consenso” administrado y sociabilidad algorítmica conjuga la plena visibilidad y la nula afectación con formas paranoides de violencia totalitaria; en la medida en que admite fantasear con abolir toda contaminación proveniente del encuentro con otrxs, hasta la eliminación de la entidad misma del prójimo. Fantasía de un pluralismo sin alteridad que, al negar toda diferencia, niega al sujeto mismo en su contradicción constitutiva, es decir, deseante. El dispositivo info-comunicacional resulta así una tecnología de gestión de la afectividad del común que, en palabras de Žižek (2013:57), modela una multitud paranoide que nosotrxs llamaríamos “la gente”.
La temporalidad inmediatista del cálculo algorítmico como fórmula imaginaria del momento subjetivo de decisión, restringe la riqueza, diversidad social real y los desacuerdos sedimentados en el uso común de la lengua; pero más todavía, tiende a debilitar o guetificar las coordenadas de identificación fundiéndolas en una mismidad sin bordes. Se teje así una acontecimentalidad sin acontecimiento (sin escansión, ni temporal ni simbólica) que opera diluyendo sistemáticamente el deseo de lazo social y de vida con otros, mientras los transmuta en espanto y amenaza de acoso. No se trata de una eliminación de la política ni de una “disolución del espacio público” en virtud de una inflación del universo de la esfera privada ultraindividual, sino más bien, su reconfiguración en los términos de un espacio en el que todos tienen lugar y son tolerados siempre y cuando no se afecten –ni se dejen afectar por otros. Y, por lo tanto, en la medida en que no porten marcas de encuentro y alteridad; es decir, que no devengan sujetos deseantes, es decir, propiamente políticos en ese espacio. La tendencial supresión de la alteridad y su reemplazo por un impresionismo inmediatista de las opiniones, produce una pseudo-individuación política que ha dado en nombrarse “la gente”. Una forma pseudo-identitaria, ferozmente homogeneizadora y sin límites, que tiende a ocupar el espacio común por entero y que no se actualiza en nombre de una parte tradicional o incontada; por lo tanto, no suscribe la forma política de la aspiración hegemónica al universo social, propia del dispositivo republicano-democrático. Su mecanismo no censura ni invisibiliza a lxs diferentes, sino que empobrece y debilita todas las identificaciones al horadar las estructuras sociales y encuadres normativos de subjetivación. “La gente” es una identidad totalitaria, el reverso ominoso del Humanismo (moderno, blanco, propietario y cis). “La gente” no ofrece fisuras, es idéntica a sí misma y al universo social; es una Presencia Absoluta. No aloja marcas del conflicto de las memorias ni de la singularidad irreductible de los deseos y los modos de gozar, en virtud de las cuales trazar diferencias o percibir los desajustes del presente que permiten escandir temporalizaciones, reconocer la historia social y subjetiva en los términos de una historicidad compleja.
El mecanismo de abstracción que produce la temporalidad del puro presente y la identidad expandida menos-que-subjetiva que le es co- sustancial, no necesitan permanecer ocultas porque tampoco trabajan ocultando; por el contrario, su eficacia radica en la colocación de su condición artificiosa en el centro de la escena pública, su inclusión reduplicada al infinito como saber absoluto sobre la sociedad y sobre sus acciones futuras, constituye su clausura supersticiosa y melancólica ¿por qué otro motivo, si no, nos ofrecería Netflix un documental que desnuda el mecanismo más precioso de su modelo de negocios?
La “Sociedad de la Información” no es el de una virtualidad que invisibiliza la “realidad” de las desigualdades materiales y simbólicas que constituyen la condición de posibilidad de su configuración, sino una virtualidad que muestra demasiado ocupándolo todo con su empobrecimiento simbólico-imaginario y afectivo. Una materialidad imaginaria que configura literalmente a la sociedad como sociedad de información: es decir, cuyos componentes no son sujetos de deseo sino que son ya inmediatamente información y permanecen como información, comunicabilidad pura de bites, partículas, datos genéticos o energía pulsional.
El complejo discursivo articulado de teorías más o menos sistematizadas –desde las neurociencias, la biotecnología y la cibernética hasta psicologías de la autoayuda y la gestión conductista de las emociones– confluyen en una tecnología de la afectividad y el movimiento que reduce de modo radical la distancia reflexiva que caracterizaba la fórmula misma de la conciencia racional moderna, encarnada en el dispositivo de la visión. La eficacia ideológica de la acontecimentalidad sin acontecimiento de nuestra contemporaneidad no oculta nada del objeto al sujeto, no configura una objetividad distorsionada o velada, más bien tiende a contraer, en su reconfiguración imaginaria, el bucle temporal mediante el cual un sujeto toma forma como distorsión o desajuste. La eficacia ideológica de esta configuración no parece radicar en la ilusión de una “convivencia sin conflictos” –fantasía siempre fallida de una sociedad reconciliada consigo misma; sino en una feroz obturación material de la temporalidad propia del deseo, a partir de la supresión de la necesaria distancia interna en la malla de identificaciones en la que consiste un sujeto, como pliegue de un plexo relacional y como desajuste.
IV. Palabras finales para perder tiempo
La eficacia ideológica del dispositivo info-comunicacional y del complejo de discursos que sostienen su dominancia, reside en las formas de negación del acontecimiento; es decir, del sujeto deseante que constituye su exterioridad inmanente; es decir, su causa. Esto quiere decir que no hay “causa” en la técnica, sino ritualidad materializada de relaciones sociales, que son siempre contradictorias y desajustadas. Pretender juzgar las adulteraciones que la aceleración y la fugacidad imprimirían a la modulación de la sociabilidad, alejando el tiempo tecnológico de una supuesta experiencia intersubjetiva “auténtica”, proyecta la ilusión de inmediatez, no ya en una supuesta realidad material dada “allí afuera”, sino en una interioridad o sensibilidad más “verdadera”. Contra esta ilusión tecnofóbica, Derrida propone perseverar recordar que “la información es un proceso contradictorio y heterogéneo. (…) Por más artificial y manipuladora que sea, no puede no esperarse que la artefactualidad se rinda o se pliegue a la venida de lo que viene, al acontecimiento que la transporta. Y del que aportará testimonio, aunque sea, en defensa propia (1998: 18).
Abrazar la temporalidad del acontecimiento irreductible supone en sí mismo un deseo de perseverar en el desajuste del presente ideológico, para reconocer ahí la actualidad de lo porvenir, que es la memoria de lo que resta por hacer y por ser. Esa tarea tiene hoy la forma ética de un dejarse perder el tiempo, perderse este tiempo. Porque, como sugiere Judith Butler, la experiencia de la pérdida roza ella misma el fondo común del daño: “La pérdida nos reúne a todos en un tenue ‘nosotrxs’. Y si hemos perdido, se deduce entonces que algo tuvimos, que algo amamos y deseamos, que luchamos por encontrar las condiciones de nuestro deseo” (2006:46).
Notas:
1. http://www.fundacioncolumbia.org/home.html (13.06.2018)
2. Steven Spielberg: “El miedo es mi combustible”. Diario El País, 25 de marzo de 2018. Disponible en: https://elpais.com/elpais/2018/03/19/eps/1521458978_727072.html (13.06.2018)3. https://es.wikipedia.org/wiki/Cambridge_Analytica (13.06.18)
4. https://www.fundacionineco.org/institutos/instituto-neurociencias-y-derecho/
Referencias Bibliográficas:
● BALIBAR, E: (2013) Ciudadanía. Bs.As.: Adriana Hidalgo.
● BUTLER, J. (2006) Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Bs.As.:Paidós.
● DERRIDA, J (1998): Ecografías de la televisión. Bs.As.:Eudeba.
● MILLER, J-A (2010) Extimidad. Los cursos psicoanalíticos de Jacques-Alain Miller. Bs. As.: Paidós.
● TRAVERSO, E. (2018) Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria. Mexico: FCE
● TATIÁN, D. (2014) Spinoza. Filosofía terrena. Bs.As: Colihue.
● ZIZEK, S. (2011) Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Bs.As: Paidós
Natalia Romé. Doctora en Ciencias Sociales y Magister en Comunicación y Cultura (UBA). Profesora Titular e Investigadora del Instituto Gino Germani (UBA). Dirige la Maestría en Comunicación y Cultura (UBA) y es autora de diversas publicaciones, entre ellas Semiosis y Subjetividad (2008) y La posición materialista (2014).